Castañas por el suelo. Hojas cobre viejo. Destellos borgoña,
rojo y casi lila. Crestas pajizas. Las horas fresquitas y los atardeceres
dorados. La decoración del otoño ya preparada, sin retraso alguno, sin dilación
ni excusa. Sin obreros ruidosos ni intermediarios interesados. Sin daños
colaterales, ni salpicaduras, ni cascotes. De manera natural. Y puntual. Toda
la vida cumpliéndose el excelso regalo, el don: en abril, verdes matices de
hoja, yerba, brizna, aguja. En mayo, pompones amarillos de genista y kilómetros
de lavanda pura para alucinar en lila. Y amapolas si es preciso. La alfombra
fresca de junio, pisoteada por los turistas en agosto, reseca en septiembre. Hasta
que cae el manto liviano, vaporoso, helado y blanco. El campo se silencia, la
ciudad pierde sus aristas. Ya es diciembre.
En cada uno de los abriles, noviembres o eneros aparece de la
nada un hábitat a estrenar. A nuestra
disposición, para nuestro uso y abuso. Y nunca sentimos la necesidad de
mostrarnos agradecidos. Es tanto lo que hay hecho, sin inversión, sin manufacturas,
sin pedir crédito. Sin cobro ni recargo. Sin reclamaciones ni obligaciones,
Ahí, expuesto para ti, para tus ojos, tu espíritu, tu trascendencia o insulsez.
Todo nuevo siempre, exquisito, de diseño. High
quality. High-tech. Entregándose a ti en su sencillez, en su aparente
pasividad. Sin retrasos. Sin fecha de caducidad. Belleza reciclada, conclusa y
dispuesta para autoreproducirse, autoreciclarse y renacer ad eternis. Cada febrero, cada octubre. Para tu cumple. Para tu week-end. Toda tu vida. Y la vida por los siglos de los siglos. Sin
seguros. Sin cláusulas. Sin puertas. Sin antirrobos. Sin alarmas. Para ti. Para
siempre. Tu milagro. Tu chollo.