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Bartleby Editores. Madrid 2019. 112 pág. |
Primero se da una atmósfera, y de ella devienen los
mundos. Esa es la lógica de toda génesis. Y así también parece haberse generado
el espléndido poemario de Rosa Lentini, “Hermosa nada”. Tenemos una atmósfera
psíquica, a cuya luz trabaja el pensamiento sobre una urdimbre orgánica.
Tenemos una partitura lírica compuesta de aullidos lejanos y susurros internos.
Tenemos un enjambre de conceptos semánticamente depurados que logra una
imaginería figurativa y desfigurativa a la manera de Francis Bacon. Sin embargo,
aunque estemos en la fórmula de Bacon en lo que se refiere a lo inquietante e
intenso, somos invitados a evocar la abstracción poética de Dubuffet y el
purismo geométrico de Piet Mondrian. El lector recibe de este modo una
propuesta multidisciplinar: poesía de lenguaje icónico -casi fílmico por su composición
escenográfica- y también una partitura que expresa con energía el eco de la tristeza
y con dulzura el resplandor de la memoria, del modo en que un cuarteto de
cuerda interpreta el Opus 10 de Claude Debussy.
Hay mucho de anglófilo en la obra de Lentini. Algo que
nos hace pensar en un intercambio de aliento con ciertas poetas americanas,
como si de algún modo Sharon Olds pensara en Rosa Lentini mientras escribía “Vuelvo
a mayo de 1937”. También Tess Gallagher podría estar haciéndole un guiño cuando
habla de “escribir con la mente profunda” o cuanto dice “Por un momento, la
profundidad del mundo / me devuelve la mirada.” Y es que “Hermosa nada” nos
plantea un catálogo de la memoria bajo el resplandor de las epifanías. Lo
cotidiano, su objetividad de aristas, el silencio de escenario vacío y la
memoria que opera de manera desnuda, cruda, analítica, en busca de una
trascendencia sigilosa.
Rosa Lentini nos entrega un trabajo de precisión a la
manera de Wisława Szymborska cuando ésta escribía: “Pobres difuntos, inocentes
difuntos, engañados, falibles, ineptamente precavidos…”. A lo que Lentini
responde desafiante: “La piel que me impedía crecer cae al suelo” (pág.9). Y entonces
levanta la mirada, ese gesto, y da con ella en la diana más recóndita del otro,
en su brillo, su oscuridad, su núcleo, su muerte. Saber mirar universos
interiores, de eso se trata aquí. Traducir el diálogo mudo que emprenden las
miradas difíciles. Conversar con las sombras: la madre que se une a las aves
del silencio, el padre y su “salto hacia el gran río”. Dramaturgia contenida
por un hilván maestro y el bosquejo de una escenografía en la bruma. “Nada está
menos en calma que el tiempo detenido/ de un cuarto de hospital” (Pág.18). Constatar
que los colores del cielo tiñen las emociones. Probar una tesis: hay que crear
un alma para hablar con los ausentes. Un alma que duda entre lo divinizado y lo
mineral. Porque las gigantes estatuas sucumben a la fragilidad y luego a la
transparencia. Porque la familia, anhelo de caricias, corazones en formol, se
vuelve liquen entre las brechas. “Día tras día invento la historia de su
amanecer y de su ocaso” (Pág.41). Durante muchas páginas continúa el monólogo de
seda abriéndose paso en una naturaleza boscosa de evocaciones y sombras
chinescas. Hasta que cae el luto de gigantes en la lejanía, “todo gigante es un
ser alejado”, y ya estamos en sus grandes manos.
“Hermosa nada” es una apuesta audaz y milimétricamente
calculada. Como una carambola sobre terciopelo negro. Un viaje a un no-lugar
donde reposan “las almas con sus recuerdos grabados a fuego” (pág. 62). Toda
esa intensidad en calma, todo ese
trabajo de tensión-distensión que emprende la voz poética para analizar
y comprender, como quien desmonta y luego ensambla un artilugio complejo en busca del misterio de su movimiento. Tal
vez obediente a lo que nos dijo María Zambrano: “La poesía descubre con la voz
el secreto”.
Una poesía “con poder catártico”, dice de ella Ricardo
Cano Gaviria; situada “en los confines de la narrativa”, añade Ana Nuño. “Una
poesía con mayúscula, en la que todo tiende a ser tentativa de consumación”,
opina Javier Lostalé. “Intensa palabra poética, sea en el deslumbramiento o en
la desolación”, escribe J.A. Masoliver Ródenas. En todo caso, Lentini establece
ante el lector un diálogo elíptico brillante con las siluetas de Mallarmé,
Celan y Pizarnik “Renacido a partir de nada, o de casi nada / el sueño de una
mudanza que se pierde / sobre un océano sin ruidos” (Pág. 39).
Escribió Chantal Maillard: “Sin embargo, / sin embargo…/…
La lucidez es una chispa, un / estado de conciencia / en las multiplicadas
estancias… /…Yo soy el infinito proyecto de mí misma / por encima de mí / me
sobrevuelo”. Rosa Lentini se sobrevuela
en su “Hermosa nada”, por encima de las estancias y del autoconcepto. No
expresa exactamente la calma, sino la vuelta a la calma después de destilar,
asimilar, balancear y estabilizar el material simbólico de un paisaje anímico
recorrido a vista de pájaro “mientras la noche esconde en la noche su lámpara
de hielo” (Pág 98).
Y se hizo la luz de la “hermosa nada”.