En mis veranos interplanetarios,
la densidad de los estímulos es comparable a la contabilidad de las estrellas.
He atravesado paisajes galácticos donde las luces llueven bajo los pies y la
velocidad crea mundos impresionistas. Son lugares donde no he podido estar
porque me los había tragado antes, porque entran en la digestión y te habitan
más que ser habitados. Mundos vegetales cuya composición son los robledales,
los hayedos y los bosques de coníferas: pino silvestre y abeto junto a los
arcenes punteados de jara. Pasamos por sus lindes como un cometa de las vías
interestatales y ya nunca sabremos qué había dentro de ese bosque: ¿elfos,
trasgos, kodamas, marcianos, una pareja de enamorados, un señor haciendo pis,
Big Foot, Hagrig, Aragog? Los puentes segmentan las autopistas y todos te miran
desde sus ojos pétreos, aterrados porque saben que vas a inyectarte en ellos.
Derramadas sobre las colinas, las ciudades industriosas contemporáneas exhiben
como una joya limpia su corazón tal vez muerto. Y cuando llego a mis destinos,
a las plataformas donde flotan mis microuniversos, todo deja de deslizarse y
fluir y alcanza una inquietante parálisis donde me embargan las emociones y los
significados. Porque en esos tiempos abiertos a la cálida y luminosa
excepcionalidad de los veranos, recobro a mis familiares de dos lenguas, dos sistemas
límbicos, dos epopeyas…; recupero a mis amigos con sus sonrisas curativas y sus
ojos láser en forma de espejos mágicos; refresco las palabras que apuntalan los
dominios como pequeños pendones: Bordeux, Aire de Manoire, Perigord, Dordogne,
Durlach, Walzbachtal, Siezenheim…
Hoy puedo dar las gracias a los
planetas que nos rondan, a los seres que nos abrazan y al tiempo que nos
regurguita. Porque hoy me encuentro envuelta todavía en la compleja densidad
del tránsito, protegida por la liviana fugacidad del verano y la uniformidad
que imprime el calor. Y es que en las horas revueltas veraniegas nos mezclamos parias
con herederos, los exiliados con los potentados, turistas con proveedores…, porque
todos estamos morenos y llevamos chanchas y camisetas cutres. Sin embago,
muchos regresaremos a nuestra zona de confort para vestir el uniforme propio de
nuestro presente, en tanto los desterrados seguirán buceando entre territorios
ajenos, arrastrando las mismas chanclas y consumiendo por adelantado la suerte
que necesitarán en el futuro. A ellos, por razones y leyes sólo aplicables en este
pequeño planeta prepotente,