“La guerra (Πόλεμος) es el padre de todas las cosas y de todas las cosas rey”. Dijo
Heráclito pensando en el devenir, en el cambio, en el flujo, en el retorno, en
la transformación y en la armonía. Pues no habría armonía, reflexionaba
Heráclito, si no hubiese agudo y grave, macho y hembra, oposición de contrarios.
“La guerra
es el rey de todas las cosas”, resumieron y aplicaron los guerreros,
convirtiendo la historia de la humanidad en un cruento campo de batalla. Pero
ni Heráclito, ni persona alguna que utilice el logos, puede desear que la
oposición de los contrarios naturales dé lugar a la violencia, sino a la
alternancia. (Εναλλαγή).
Porque la
naturaleza no hace la guerra. Hace la variación.
La guerra no
vale.
Al día le
sucede la noche y, tras la noche, llega de nuevo el día. Ni la noche mata ni el
día muere. Ambos se alternan para revitalizarse y reafirmarse. Son caras de la
misma moneda. Giros cósmicos. Desplazamientos. Como las fases de la luna. Como
el método del barbecho. Como el sistema democrático.
La guerra
(Πόλεμος- pólemos) no es el motor del cambio. Es el palo en la rueda.
No es la
muerte lo que hay que ponderar, sino la vida. Siempre la vida con su
multiplicidad y sus ciclos completos. La guerra entre contrarios no vale. Porque
empobrece, porque rompe los ritmos, los cómputos y la armonía suprema. De
hecho, hasta el mismo Heráclito se contradijo afirmando:
“En los
mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos”.
(ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς ἐμβαίνομεν τε καὶ οὐκ ἐμβαίνομεν
, εἶμεν τε καὶ οὐκ εἶμεν τε).
"Refugiados" -Oración
en mitad del campo-
Existe
una explanada que es un páramo frío
bajo la estrella muerta de la
noche.
Allí
viven los topos y un pueblo sin futuro
que reza
entre el latido y el vacío.
Dame
la mano y tira
de
mí hasta llevarme a una montaña del cielo,
a
una nube llovida donde pisar un charco limpio,
a
los puentes de cristal que cruzan entre tú y yo.
Loco
hay que ser para mirarme, para escucharme y curarme.
Porque
estoy en el infierno y tú te salvas cada día.
Te
duermes cada día antes de despertar y poder verme.
Todo
pasa a la vez y los ángeles no veis más que la suavidad.
Dame
la mano y tira
de
mí hasta lo más profundo de tus ojos
para
que llores al menos alguna de mis lágrimas
y
tú puedas creer por un instante sólo
que
tu alma no ha muerto en un confortable letargo.
Tal
vez quieras llevarme contigo al cielo lleno.
Llevarme
al cielo lleno de las cosas que sobran.
Porque
tú perteneces a la gloria
que
cumple los antojos antes que los deseos.
Dame
la mano entonces
para
que yo pueda entregarte mi necesidad.
Para
que pueda regalarte mi sueño.
Te
llevaré al cielo lleno de la noche
en
el que no caben más estrellas,
a
los charcos de barro donde nos convertimos en hombres,
a
los plásticos azules bajo los que morimos antes de vivir.
Somos
niños de ojos más grandes que mendrugos,
madres
que miran a la nada como queriendo creer en los dioses,
hombres
que darían su corazón por no tener que pelear.
Dame
la mano entonces
para
que yo pueda guiarte por el laberinto de barracas,
por
el hambre que aleja el horizonte
y
por la anatomía de la desolación.
Te
mostraré la hermosa noche fría del desierto
y
mi sueño, tan lejano, puede ser también el tuyo.
Publicado en la antología
“Refugio”, Vitoria-Gasteiz, 2014