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Melchor Zapata |
Fue una muerte discreta, sin
protocolo
Me apagué como
una pavesa
sin los
síntomas descritos por los especialistas
Fue como
desdibujarse un personaje de cómic
Como viajar
por una carretera de árboles muy altos
hacia una
ciudad que no existe
Me di cuenta de mi muerte y no rompí a
llorar
En la muerte
no hay dolor, sino lentitud
Una onda
difusa muy lejana
como el
temblor de una estrella
o la voz de la
extrañeza
No lloré mi
muerte en la soledad de la conciencia
Hubo un
instante mínimo:
un fotograma
de película antigua
un parpadeo de
imágenes
en que vi mis
proyectos inconclusos
mis logros
escasos en la lógica del sistema
etcétera
Eso duró un
instante. O quizás ad eternis
Duró lo que
duró
Las medidas no
caben en la muerte
En cuanto se
detuvo mi vida en el silencio
se borró el
matiz de la emoción
y cesó el
revoloteo de los pájaros
sobre el curso
de la historia
así como en el
flujo de cualquier pensamiento
No había
expatriados
ni coches a
diez mil quinientos euros
ni visitas
papales
ni reuniones
administrativas
ni pobreza,
jactancia, vanidades
ni
sofisticación
ni pandemias, catástrofes
naturales
ni rapiña, ni
ataques
masivos. Ni
crueldad
Todo moría en
mí
como muere el
adagio en un piano
con una nota
en fuga
Todo acabó
perdiéndose
tras su
efímera huella
y un relámpago
súbito de lucidez
Puede que
hayas vivido -me dije-
como tantos,
siendo un cuco
en el nido de otro pájaro
siendo un Juan
Sin Tierra, Sin Nada y Sin Nadie
Eras feliz a
veces, no obstante
cuando
reinventabas un lugar en el mundo
y todo parecía
renacer
Me morí
Sonaba una
campana
en el zumbido
agudo de la realidad
Y allí mismo
escribí
ya muerta
este breve
epitafio intrascendente
Y no había
ángeles a la vista
Aunque
resucité
(De: Dinámica interior de las mujeres inmóviles)