Si una plaza me
canta, puedo bailar.
Si toca el
violoncelo, puedo volar.
Si calla,
guardo silencio.
En cada plaza
nace una emoción
y siempre me
convierto en una paloma.
La plaza borra los caminos que te traen
e inventa un laberinto para que te pierdas.
Cada plaza
vive a su manera.
La piazza Roma ondula su fontana
exhuberante.
La praça de Lisboa viaja en sus tranvías
amarillos.
La de
Budjejovice es rubia como la cerveza.
Cuando la
plaza es un placer,
se esconde
entre los muslos de París.
Tal vez
encuentres la plazuela
que alguien
olvidó en la noche.
En el fondo
del mar donde te ahogaste
hallarás la glorieta que
creías perdida.
Hay plazas que
alambican la eternidad del cielo,
otras donde
los hombres perdieron una guerra,
plazas con campanarios
que padecen de vértigo.
No juzgues si
te cierran todas sus ventanas,
si rebosan sus
muros de lluvias y de orín,
si repican o
doblan sus campanas de bronce.
Las plazas
necesitan a su caminante.
Y si la plaza
gira
y gira,
como los
carruseles de Avignon,
debes mirar al cielo, girar dentro de ella,
y bailar con la plaza la música de tu presente.