Los hechos son
sonoros, pero entre los hechos
hay un
susurro. Y ese susurro
es lo que me
impresiona.
Clarice Lispector
Me aventuré a
bajar a esta ciudad quieta donde percibo el peligro incitante de las cárceles
abiertas y de los versos de Paul Celan.
El sol no ha salido ni una vez siquiera en todo este día inseparable del
cielo nublado. Una lluvia aceitosa abrillanta las calles vacías y unta de sebo
el ánimo. Ante la escalerilla neoclásica
de la estación se extiende una explanada de primorosos jardines nutridos de
fosfatos y de nitratos. Debo caminar muchos metros bajo un manto inclemente de
lluvia hasta alcanzar la primera marquesina,
muy barroca, de un hotelito con
portero uniformado. Sobre mi cabeza
flota alguien que soy yo, sigue mis pasos, me observa. Si no fuera porque no veo una fuente
angelical de luz, diría que me he muerto.
Por el centro
de la calle se acerca un tranvía decorado con frutas exóticas y eslóganes
publicitarios: Silhouette, Gerne
Brille tragen. Arrastra un sonido
que parece un ulular. De improviso embrida y, entre chirridos y chispas, nace
un hombre. El hombre brota de la lluvia.
Veo salir su flaca pierna y su anguloso rostro de ojos empañados que parecen no
mirar, o no pretender ver, o no creerse lo turbio que ve. Si digo que sale, es porque sale: de lo obscuro a la precaria
claridad. Emerge de la borrasca, con un
pitillo mojado entre los labios, y murmurando algo en el idioma alemán. A mí no se dirige, ni me percibe. O mi rastro no es el que sigue, o soy etérea.
Sobre el lienzo gris del cielo boreal, se van pintando sus rasgos en un
óleo tenebrista que no aclarará hasta los meses primaverales de bonanza y de
luz. Embriagado, tambaleante y lloroso. ¡Qué imagen fijada en la desolación! Me
acerco a él como a una paloma herida. No
lo arrullo por no ahuyentarlo, pero me
corporizo y lo salvo cortésmente:
_ Kommen Sie! Die Straßenbahn hätte Sie fast
überfahren.
Las palabras
te llevan a las presas, nunca fallan. La
vida se llena de indicios a seguir si detectas palabras. Soy galgo viejo, Isadora. Todo comienza por
la pituitaria y fluye como un compuesto hormonal, bien áspero como la piel del
cinabrio, o bien dulce como la papaya. Este caso es la excepción: tengo que
explicar a un hombre que surge de la calle nublada, sin presentimiento, ni
indicio previo, ni palabra que desentrañar. Se presenta el pobre hombre inodoro
e innombrable.
A tientas sí
es posible descifrar. Los ciegos hablan de volúmenes y de sensaciones
minimalistas. Los sordos también conocen música gráfica e iconos sonoros, aprenden a extraer palabras del aire como los
magos sacan los naipes. Pero sin olfato, todo se tambalea. Vives sin preludios, sumiéndote, rehuyendo,
perdida en un laberinto coloro, sabroso y caído del cielo. Lo mismo que este
pobre hombre en el que embarranco y para cuya definición no dejó huella que
olisquear. No dispongo de las palabras. No están terminadas o no fueron
empezadas. Nadie las deseó ni las
encargó, ¿quién iba a querer emplearlas,
ni para quién iban a ser? Palabras sin husmo, mal negocio. Atar cabos,
conectar cables sueltos, machihembrar. De algún modo tendré que componer la
crónica del hombre mórbido y solo, visto
y no visto.
_ Stützen Sie sich auf meine Schulter.
Nadie más se
acerca, nadie penetra en el círculo de la compasión. Se deslizan por las líneas adyacentes. Las
monjitas nos enseñaban a ser misericordiosas. No magnánimas, sino
misericordiosas. Señoritas caritativas y luego señoronas caritativas. Atentas al necesitado, a ver quién lo
socorría antes, quién hacía más el bien, quién se ganaba la canastilla. Pero yo
me comprometo porque llevo en mi bolso un billete de tren. Mi coartada
perfecta. Mi gran escapada. Lo acerco renqueando y tambaleándonos hasta el bar
de la estación, que está a pocos metros. Desando lo andado, regreso a la
madriguera. Acompañar al desvalido a una
mesa de bar se parece a ser madre. Dilatas. El desvalido busca tu vientre.
Puede que se alimente de tu placenta. Y siempre te hablará de ella.
Su ella
tiene nombre de walkiria. Reingard se llama, al igual que las hadas
germánicas de cuerpos como armarios, aún cuando por la cintura parece que
Reingard se cimbrea como los juncos meridionales. Le oigo pronunciar su nombre
como quien alcanza a saciar su sed. Se
lo lleva muchas veces a la boca enjugándose los labios:
_Reingard
es tan estúpida que no entiende nada de nada, ¿sabe usted? La inmadura de
Reingard ya escarmentará. Reingard no
sabe elegir a su hombre. No tiene idea de eso. No voy a contestar a la llamada
de esa loca de Reingard… Ahora dice que
a Italia, un sitio como otro. Primero a
Italia y luego adónde, con Pietro, que no es mejor que otro. Míreme,
¿soy yo mejor? Nadie es
mejor. Reingard puede irse con quién
quiera a donde le dé la gana. Ya puede irse Reingard a presumir a otra parte.
Conmigo que no cuente. Tres años son por lo menos dos mil días. En todos me
pedía algo. Dos mil cositas para Reingard,
que si esto que si aquello.
Reingard ya estará hablando en italiano. A ella qué más le da: italiano
o mandarino o Plattdeutsch. Se pone a hablar y nadie sabe que nació en Pekín.
Lejos, ¿eh? No está mal. Pues de allí viene la maldita, de exportación. Se la
trajo su madre de pequeña. Ella dice que no se acuerda, pero bien que habla con
los chinos y bien que conserva la piel de china. Por la noche tenía los dedos
brillantes la primera vez que la toqué. Su madre se llama igual, pero yo a esa
no quería ni verla. Ella a mí menos. Querría un samurai para su muñequita. ¡Que
se la lleven los demonios de la China!. Yo a Reingard la llamaba mi Gar, mi
“gar nichts”. La tomaba entre los brazos y se me quedaba en “gar nichts”, en un
“lychee”. Se me venía como un gato, y
era más lista que el hambre. ¡Sabe Dios por dónde anda!, no sé ni si estará en
Florencia. Yo fui a Florencia con todos los del Departamento, hace cinco años,
o cuatro. Hasta los médicos se apuntaron, y unos cuantos pacientes, los más
potables. A los pacientes los enfermeros los llamamos clientes, porque siempre
hay que darles la razón. Todos estuvimos por Florencia bebiendo Amaretto y
viendo iglesias. Por allí andará mi Gar. Pietro le dirá Rigardina, o Reinnetta.
A lo mejor a ella le gusta que la vuelvan a bautizar. A lo mejor se hartó de
que yo la llamara Gar, aunque bien que se reía, como todos los chinos. Yo
creyendo que toda la gracia era mía y lo mismo se estaba riendo igual que
siempre. Ya estará otra vez dando sus clasecitas. Ella dice que no le gusta
vivir de nadie, que se arregla sola. Pues andando. Cuando llegaba reventada de
las clases me decía: “dame un masajito”. Eso también sería la influencia oriental, ni lo había pensado.
Y yo me ponía hasta contento, lo que es la costumbre. Me decía: “parece que
estás haciendo un Strudel, ji, ji, ji”. Su risita que enseguida me hacía
efecto. Y nos poníamos a jugar mi Gar y yo como dos pequineses. Sabe Dios qué
se le habrá perdido en Florencia, a mi
Reingad…
-
Reingard es nombre de walkiria. _Se lo digo para robarle el nombre de la
boca. ¿Reingard estará ya reconstituida y musculosa? ¿Su cimbreo se habrá vuelto pavoneo? Los
hombres altos son los más abatidos.
Parecen de trapo cuando sufren y adelgazan. Dan ganas de sustentarlos y apuntalarlos. Es de buen samaritano servirles de
articulación y de consuelo. Tomo su mano
izquierda entre las dos mías. A él sólo
puede curarle una geisha la complacencia perdida. Mi sonrisa es tan sedante como un frufrú,
perdura más tiempo que una dinastía.
_ Me
voy. Aquí ya no se me ha perdido nada. _Le está diciendo a la pared el pobre
enfermero con la única sonrisa que tiene.
Sus ojos pasan en un vehículo por
un puente eléctrico de cobre. Se le forman unas arruguitas en las comisuras de
la boca, donde guarda besos muertos y mariposas asfixiadas. -He repartido las cosas de estos tres
años, ¿para qué las quiero? Los muebles
se los llevaron los del ayuntamiento y los libros se los he dado a los
clientes. De todas formas sólo me los leía por darle a ella conversación. De
los cedés no me gustaba ni uno, tanto violín. Me llevo este saco de plástico
con un tubo de su pasta dentífrica. Mi Gar nicht se cepillaba los dientes
cuatro o cinco veces al día, y luego se limpiaba con hilo de seda los dientes
pequeños separaditos. Esta pasta de dientes es la suya. Huele a como ella se
reía…
No deja de
perorar el hombre del saco. Ahora le
compro un billete de lejanías. Puede que
el ticket le devuelva la sobriedad o puede que haga de él un efecto
chinesco. En todo caso permaneceré a
su lado hasta que se lo lleve dentro el tren que circula entre la esperanza y
el miedo. ¿Qué otra cosa se puede hacer?
Es noche cerrada. Todavía sigue
farfullando el hombre, pero ya no le acuden palabras para revelar la imagen de
su desdicha ni para describir los ojos de Reingard, que son grises como un agua
helada en cuyo seno se conservan bacterias que dan la vida y bla, bla, bla. Yo
le he supurado esas palabras. Yo, que seré en su memoria un ángel de
borrachera, un desenlace cuya cara nunca
se ha visto. De haber querido, podría
haber sido su demonio. Dejárselo al tranvía, que despertara de los vahídos, que
se confrontara con la ridícula relatividad de su pérdida. La china se le fue a
Florencia. A Florencia, un sitio
concreto e incluso hermoso. El hombre plañidero no ha tenido que desplazarse al
tanatorio. No ha tenido que mirarle la
jeta a la eternidad.
Este bar
guarda cierta semejanza con las cantinas de los puertos, con los tangos y con
los tugurios de Montparnasse. Hay mucho hombre y alguna mujer pintarrajeada.
Por encima de los medios visillos ahumados puedo ojear el reloj de la estación.
Parece que las ventanas lleven gafas de leer.
Acaban de dar las doce. ¡Pues no hace ya tiempo que la noche ha
caído! Ahí llega mi tren. Es un expreso
de los que me gustan, de los que cantan y se mecen como un barco de nombre
extranjero: el Eilzug nach Freiburg. Todo lo que me va a quedar del
enfermero borracho, incluso la parte minuciosa de su Reingard, cabe en este
boceto de candilejas.