Tal vez fuera su nombre Sibila o Anastasia, o Dunia, o
Amaranta; en todo caso un nombre novelesco. Era una mujer híbrida, lo que hoy
se entendería como mezcla photoshop de Irene Papas y Capucine.
Vestía sencillo desmangado negro y calzaba bailarinas verde botella a juego con
pañoleta. Nunca abandonó su enorme bolso que portaba al hombro con equilibrio
de kore. Ella era la guía turística
que nos condujo por el museo de la Acrópolis, por sus laderas translúcidas, al
igual que la mismísima Atenea conduciría a su pueblo por la ciudad estado antes
de la romanización. Las piedras cobraban vida con su verbo, las sombras
filosóficas acudían a corporizarse, las korei sonreían más que nunca y las
cariátides bailaban alzando los brazos por encima sus cabezas. Ella, Helena,
Casandra, Cenobia… era la Grecia de piel deshidratada y memoria efervescente.
Ella recompuso la historia para nosotros. Nos la mostró como si el tiempo fuera
de cristal. Anastasia, tal vez Amaranta puede que fuera su nombre.
Está bien, sí, hoy voy a hablar de Grecia, pese
a quien pese. A mediados de Diciembre estuve en Atenas, y cuando digo esta
frase me cambia el tono emocional. Es como un aleteo dentro de la cabeza. Algo
ligero y cálido. Y eso es el recuerdo de una experiencia que comenzó apenas en
el aeropuerto de Eleftherios Venizelos (Ελευθέριος Βενιζέλος) al ver escrita la palabra Έξοδος (salida) y comprender como en una
iluminación la riqueza, la belleza de las palabras primordiales, el sentido
primero de la materia de la que está hecho nuestro entendimiento. El problema
de los griegos no es de carencia, sino de abundancia. Dejaron de tener las
prebendas pero nunca dejarán de poseer las claves (κλειδί).
Claves de una realidad que ya fuera meditada, premeditada
quizás, intuida y guardada en las mágicas burbujas de las palabras. Los sabios peripatéticos
pisaron con sus abarcas aquellas mismas
losas y leían las estrellas desde un punto donde ahora están las tabernas de Plaka, la
Monastiraki con sus tiendas de souvenirs
y la iglesia bizantina de
Pantanassa, o el barrio de Anafiotika con sus casitas blancas y azules encaramadas
a la Acrópolis. Ellos, los griegos atenienses insuflaron en las claves el sentido primigenio, la verdad que nos
sustenta… Atleta, erótica, academia, histeria,
zoología, idea, humor, morfina, museo, fósforo, ironía, metodología, tragedia,
maratón, metáfora, pánico, economía, sarcasmo, música, hermético, cromático… Tantas
κλειδί para Europa y luego para el mundo.
Sumirse en Europa, en su desfachatez, en su falta de memoria
y de retentiva histórica, eso es lo que se hace cada día, lo que hacemos todos
y cada uno de los ciudadanos europeos en cuanto caemos en este gran bote de
mermelada para niños capitalistas. Europa, una señorona que ha olvidado a su
abuela ancestral y la abandona a su decrepitud culpándola de vicios y ociosidad,
de falta de austeridad (αυστηρότητα), de falta de sistema (σύστημα), de falta
de disciplina (πειθαρχία). Ella, la que inventó la ética, la práctica,
πρακτική, la dialéctica διαλεκτική, la terapia θεραπεία y la salida (Έξοδος).
Sí, la salida de esta paradoja (παράδοξο) de Europa, la jovencita que padece
demencia senil, demencia geriátrica (Γηριατρικής,) demencia prematura y olvida
sus orígenes arcaicos (αρχίζοντας) y abraza la elegante desfachatez dorada. Esa
fórmula imperante que te hace vivir en dos piso: arriba estás tú llevando una
existencia standard y abajo, en un sótano sin lámpara (λάμπα), sin aire (αέρας)
estás tú también, como olvidándote, mal alimentada. Pasando penurias del
espíritu. Flaca.
Grecia nos habló a través de una guía turística que se
llamaba tal vez Tábata. Tal vez Ofelia.