Paterson es una ciudad de Nueva
Jersey, a unos cuarenta minutos de NY. Tiene un río que se llama Passaic, con
puente de hierro y grandes cataratas. Allí nacieron el actor Lou Costello y
nada menos que el poeta beat Allen
Ginsberg. Según la Wikipedia, fue cuna de la revolución industrial
norteamericana y se la conoce como Silk city por haber dominado la
producción de seda a finales del siglo diecinueve.
Paterson es además el título de la última película de Jim Jarmusch
y el nombre de su propio protagonista. La fui a ver el lunes. O quizás debo
decir la fui a experimentar. La fui a incorporar en mi sistema de procesamiento
neuromental y en mi estructura psicofísica. Me tragué sus lentas imágenes que
se inoculan a la velocidad de un gotero de plasma y viví su eterna semana de marmota
adherida a Paterson, el poeta conductor de autobús, como si yo fuera su pequeña
sombra siamesa.
Nos despertamos temprano junto a
Laura, la mujer en blanco y negro, y nos
vamos a paso lento hasta la cochera del autobús. Paterson anota en un cuaderno
la poesía que encuentra en una caja de cerillas. El autobús discurre como un
gigantesco objeto poético por el espacio realista, sucio y fantasmagórico de la
ciudad llamada Paterson. El tránsito interior está formado por personajes que
funcionan como trances líricos y la geometría exterior de calles desniveladas
te sumerge en un inquietante hiperrealismo onírico. De vez en cuando gruñe
Marvin, el bulldog de Laura, y rompe uno de los muchos binomios en el universo dual
que habita Paterson: las parejas de gemelos, el blanco y el negro, la mañana y
la noche, el puente y el río, o el poeta William Carlos Williams. En esta cinta
todo aparenta ser mínimo, simple, circular y prosaico: la estructura temporal
de siete días, la circularidad de los itinerarios, el tono de melancólica
comedia, la reincidencia de los actos. Sin embargo, la lucidez sensitiva de Jim
Jarmusch elabora una escurridiza poesía con leves variaciones de la rutina y
sutiles juegos simétricos. Aunque tal vez la poesía no se elabora, sino que se
descubre. Quizás nos espera con su etérea trascendencia sin que sea relevante
quién la manifieste. En todo caso, un nombre puede ser una ciudad, una película
o un conductor de autobús.
Esta vez, la poesía la cazó un
tal Jim Jarmusch.