Yo no fui una niña de la
guerra, sino una niña de la guerra fría. De la guerra sorda que libraban los pueblos pobres. Tenía poco más de
cinco años cuando se puso en marcha un tren que en mi pueblo se llamaba El
Catalán y en Cataluña, El Sevillano. Era un tren negro como el humo, cuyos
departamentos de primera tenían asientos de cuero verde y los de tercera
asientos de tablas. Todos comíamos tortilla de patatas y pollo de fiambrera.
Recuerdo los ojillos colorados de mi tito Francisco y los ochenta mil besos de
mi tita Florinda que me explotaron en la cara. Recuerdo la estación de Lora y
el cartelón anunciando Anís La Cordobesa con una mujer de Julio Romero de
Torres. Recuerdo el silbato, los maletones a cuadros atados con guita y a mi
madre que no me soltaba la mano para que no me pillara el tren o quizás el futuro. De eso hace ya mil quinientos años, pero
parece que fue ayer.
Yo no lo sabía, pero
éramos emigrantes. Durante un tiempo viviríamos de los modestos ahorros, de la
ilusión de los adultos, de su melancolía, de su duro y nuevo trabajo, del
instinto de supervivencia. Y yo, la niña-chica, ¿de qué vivía? Del asombro. Del
pánico. De la enorme, enorme extrañeza. De la maleabilidad infantil. De la
carencia de prejuicios. Del potencial de aprendizaje. Dicen que se hablaba mal
de los charnegos, de los andaluces, de los extremeños. Dicen que se les
vampirizaba su fuerza de trabajo. Yo no digo ni que sí ni que no. Digo que nuestra
vecina se llamaba Señora Pepita Busquets de Miró. Digo que ella me buscó
un colegio. Digo que por las tardes me preparaba la merienda y me ayudaba a
hacer los deberes. Digo que con ella y con los niños del patio y del vecindario
aprendí a hablar catalán. Y perdí el acento andaluz. Y en verano, en mi pueblo decían que hablaba "fino". La niña nostálgica se había vuelto aplicada y aceptada
en Cataluña. No era un lugar nefasto. Era la segunda patria que después también
añoraría
.
Mis padres y mis hermanos
fueron acogidos. Fueron años duros pero no difíciles. Todos crecimos allí juntos. Nadie de mi familia
guarda malos recuerdos. Pero la vida sigue, los años pasan. Y los grandes
hombres del país se encargaron de manipular y rapiñar la realidad de todos hasta que
nadie la reconoce. Somos pueblos hermanos. Pueblos en edad de emanciparse o de
enrollarse o de casarse. La gente de aquí como la de allá o acullá es la misma
gente. Con la misma proporción de indeseables, encantadores, ladrones,
graciosos, amargados o genios. ¿Alguien piensa que los insultos
son una opción y que la generalización hace honor a la verdad? Decir catalán,
como decir andaluz, vasco, gallego o madrileño no es decir casi nada. La casa
llamada España es la casa de la multiplicidad. La casa de la multiculturalidad.
Tenemos esa suerte. Nadie que sea listo, que sea honesto, que sea generoso, que
sea divertido, que sea solidario, que sea moderno, que sea legal puede desear que
la pluralidad se convierta en pobreza y la polifonía en uniformidad. Amo a mis amigos catalanes, singulares a
más no poder. Quiero verlos felices, libres, saludables y comprendidos. Amo a
mis congéneres andaluces, peculiares como ellos solos. A todos y cada uno de
los pueblos que nos componen, complementan y enriquecen. Juntos estaremos bien
siempre que no haya hegemonías. Separados estaremos bien siempre que no haya
odio sino admiración. Allá por los ochenta, ya lo decían los guasones: España
es Una, porque si fuera Dos todos estaríamos en la otra.
Es fácil reflexionar con sosiego frente al mar y difícil no perder el hilo en el tornado del día a día. No obstante, me impongo el ejercicio de pensar en el respeto a las verdades íntimas, a los derechos sociales, a las necesidades de nuestros días, a las versiones históricas, a la capacidad de decidir por uno mismo y a todas esas cuestiones básicas estén o no estén contempladas todavía en nuestra Constitución (que por cierto contiene productos caducados, como los frigoríficos que no se abren).