FACTOR Z
(pinturas de melchor zapata
y fernando parrilla
textos de ángela mallén)
En Alcolea ardía el aire, quemaba el agua, cantaban los gatos y se
multiplicaban las mariposas de la luz. En la plaza nacía un verso para cada oreja y sonaba una palabra
para cada corazón. Porque las palabras son del mismo pueblo que la fantasía, el
recuerdo y la música matemática y astral de las chicharras.
Mientras abuela Manuela cosía chorizos, salchichones y morcillas e
iba recitando romanzas de otro siglo, Melchor pintaba la cabra de los húngaros,
las mujeres del almanaque o la niña con sombrero de paja; y el primo Fernando y
yo hacíamos teatro para los niños de la calle Arriba, de la calle Abajo o de la
calle de La Laguna. Nos comprábamos polos de menta y regaliz del duro en la
plaza y le dábamos una peseta a Macedonio para que se la gastara en vino
peleón. Hasta la plaza sólo se aventuraban las niñas temerarias porque los
niños de entonces daban pellizcos debajo de la falda. Teníamos tesoros: una goma de
saltar, bolitas de cristal prodigioso y cromos de niñas pulcras -como las de la
Enciclopedia Álvarez de Doña
Carmela la maestra- que se ganaban dando manotazos en el suelo de ladrillo
colorado. Teníamos costras en las rodillas y la ropa llena de lamparones. Jugábamos
a poner una tienda, a corre que te pillo, a matar geranios de los patios o a
mandar pelotas a los tejados. De vez en cuando pasaba un hombre que regresaba del campo en bicicleta. Era la
hora de la siesta. Y
cuando tocaba la campana para misa de tarde, ya nos habíamos bañado en el
lebrillo grande y yo llevaba puestas mis sandalias nuevas de charol.
La
poesía de Alcolea está hecha de emoción, tanto la sublime y clásica como la
modesta y popular. Porque la poesía
puede ser naif, intelectualista, experimentalista o neoclásica, pero en nuestro
pueblo la vivimos alegres como el día de la Virgen, solemnes como en una
ceremonia de iniciación, y, siempre, con placer y respeto.
Volamos. Disfrutamos. Y estamos muy atentos a
todo lo pequeño.