Se va. Pero no se va.
Paco estaba de
gira por “el extranjero”; ese día daba un concierto en la ciudad donde yo
vivía. Nos invitaron a entrar en su camerino a mi amigo Javi y a mí, por ser
paisanos suyos. Nos recibió abrazado a su guitarra. La soltó para darnos la
mano. Una mano vegetal, desnuda, con una cadenita de oro en la muñeca
izquierda. Y nos preguntó como para sí
mismo: “¿qué hasen dos españoles aquí pasando frío?”. Y se dibujó una sonrisa en su cara de árbol,
en su cara de jefe indio.
Paco de Lucía
llevaba el nombre de su madre, la música de su tierra y de la tierra, el espíritu
de un trabajador creativo e innovador, perfeccionista y humilde, filosófico y
sencillo, respetuoso y exigente.
Tres palabras: Grandeza.
Ritmo. Permiso. Era un maestro que pedía permiso. Era un hombre que escuchaba más que nadie. Y
porque escuchaba tanto podía reproducir el ritmo, las melodías grandiosas que
otras orejas obvian.
Cuando tocaba,
su cuerpo era la caja de resonancia. Porque la música excedía a la guitarra.
Salía de un hueco que rodeaba a Paco. Como un boquete en el suelo o una gruta
en la base de una montaña. De allí manaba o brotaba. Se originaba, como un
proceso orogénico, a través de Paco. Lo que tocaba, era la música que
escuchaba. Lo que sonaba, era Paco.
Era un virtuoso.
Dijo Tomatito: “Si tocas como Paco de Lucía, acabas teniendo tendinitis”.
Era y es. Se va
pero no se va.